“La sed es un anhelo insaciable hacia algo que es uno de
los pilares más esenciales de la vida;
no hay modo de razonar con ella, ni de olvidarla,
ni de despreciarla, ni vencerla con indiferencia estoica.
La sed se hace notar; todo hombre ha de ceder a su poder;
del mismo modo ocurre con el deseo divino que
la gracia de Dios crea en el hombre regenerado.”
Charles Spurgeon
¡Dios, Dios mío eres Tú!
¡De madrugada te buscaré!
Mi alma tiene sed de Ti,
Mi carne te anhela
en tierra seca y árida
donde no hay aguas
Salmo 63:1
¡De madrugada te buscaré!
Mi alma tiene sed de Ti,
Mi carne te anhela
en tierra seca y árida
donde no hay aguas
Salmo 63:1
Pocas veces, como en este Salmo de David, se expresa con tanto ímpetu lo que se puede llamar “Sed de Dios”. Hay un sentido de urgencia y vehemencia, como si en esto se le fuera la vida.
Casi podríamos imaginarnos la escena: Es el amanecer, el sol poco a poco comienza a iluminar el cielo. La noche ha pasado y la angustia se ha transformado en imperativa convicción de la necesidad de Dios. El alma está preparada para ese encuentro. De la misma manera como la tierra árida espera la lluvia y sus grietas parecen una boca sedienta y seca, así el alma anhela a Dios y busca llegar a la completa saciedad, la completa comunión.
Me recordó el encuentro de Jesús con la mujer samaritana junto al pozo. Allí Jesús promete: “El que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le dé se convertirá en él en fuente de agua que brota para vida eterna”
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